El problema de la filiación alegórico-narrativa del Laberinto de Fortuna es que margina otras deudas contrastadas del poema, como la Eneida o la Farsalia. Cierto es que a las alegorías medievales no les eran ajenos muchos elementos de tramoya y procedimiento de la épica tradicional, pero hay en el Laberinto un tratamiento de la dimensión épica que hace sospechar una vinculación más profunda. Tras la presentación del poema al rey, Juan de Mena pasa a ser cronista oficial del reino. y dicha tarea lo aproxima al monarca, pues a ambos compete lo mismo: la gestión de residuos históricos, el control de la contingencia. Al rey compete domeñar los casos de Fortuna y restaurar el providencialismo armonioso del reino. A su cronista compete narrar dicha victoria, es decir, poner orden narrativo en la masa de desórdenes históricos que amenazan al reino mediante la fijación de aquellos sucesos clarificadores que den continuidad a la historia del dominio de la virtud providencial de los monarcas hispanos. Ahora bien, el único mecanismo de continuidad para dicha narrativa lo proporciona el modelo épico-heroico, muy especialmente en unos reinos hipotecados en una larga cruzada de reconquista. En definitiva, el control efectivo de la contingencia exige, tanto al rey como a su cronista, la vigencia de un principio heroico. y en la medida en que dicho principio no rige para el rey, en la medida en que Juan II está muy lejos de ser un monarca virtuoso, sabio o heroico, al cronista le quedan pocas salidas. Pero tiene una: redactar una suerte de Espejo de príncipes, bajo el que late una instigación profundamente crítica. Ahora bien, dicho speculum parece desprenderse de una crónica histórica anti-heroica, como si el Laberinto rimase su crónica en las ruinas de un poema épico, en el vacío de un edificio heroico del que sólo quedan escombros.

El Laberinto se presenta como crónica: su narrador proclama en la copla 200 ‘aver por estoria la mi compañera’. Después de todo, el Liber Regum cuenta entre sus fuentes contrastadas.